-¡Concha!, se oye antes de subir a la lomita donde está la casa. Es una precaución para que la dueña salga y el perro que está ahí no muerda a los visitantes. A pesar de esta prevención se oyen los ladridos. Sale Concha y contesta: -¡Pásele!
Hay una pequeña cuesta antes de llegar a la lomita. La casa está a un lado de la carretera mal asfaltada. Más que casa es un jacal que sólo tiene un árbol seco y tres cuartos construidos sobre la tierra: uno es la cocina –que está hecha sólo de madera – y los otros son las habitaciones. No tienen baño.
Con su español mal estructurado, pero alegre y armonioso, comienza la entrevista en una cocina improvisada, que no tiene más mobiliario que una mesa de madera, un comal sobre un anafre y una estufa de gas. Concha dice su verdadero nombre: “María Alfonsa Aparicio Martínez, ese es completo mi nombre”.
Huele a humo y falta el aire. A pesar de las condiciones precarias de vida está limpio. Los pollos entran y salen piando y el guajolote persigue a todo lo que se mueve. Juan, esposo de Concha, está sentado, artrítico y cabizbajo, en una silla vieja debajo del árbol. Afilia como puede un machete –el que alguna vez usó en el campo– con las manos deformadas por la enfermedad.
Han mejorado las condiciones de la casa, según cuentan. Pero no por ayuda del gobierno, sino por una fundación de la iniciativa privada que lleva algunos años trabajando para mejorar la comunidad: “Le digo la
verdá, ese techo nos cambió la señorita Sonia, esa sí nos ayuda. Si
viera visto como estaba nuestra casa antes, toda rota. Tenía ese techo de lámina, nada más que todo roto”.
A pesar de haber construido una casita en parte de lo que fue el ejido del padre de Juan, no tienen papeles para comprobarlo. Es un terreno comunitario, según explican, donde la gente gana un espacio de tierra y se da por supuesto que es suya. El gobierno municipal les quitó unos metros y no pueden hacer nada: “¿Sabe cuánto nos
chingó de ese terreno? Como tres metros. Porque más o menos entendemos que no tenemos papel escrito”.
Aquí viven todos: Concha, Juan, sus cinco hijos, una nuera y dos nietos. No tienen agua ni teléfono ni baño. Sólo luz eléctrica, por la que pagan poco más de $140 pesos al bimestre. El agua la recolectan cada tres días, por la escasez que hay en la región, y se la compran a la vecina que les cobra $40 pesos al mes. Lavan la ropa “a la hora que llega el agua”. Juan explica porqué no tienen drenaje: “No hay
oportunidá para meter el agua, no nos alcanza el dinero”.
En el día comen lo que pueden, así viven: “Haciendo sacrificios, la
verdá. Le digo que ahorita va a llegar mi muchacho. Mi hijo es la que me ayuda, mi José Luis, con lo que gana (poco más de $50 pesos a la semana). Más o menos poquito. Nos da para comer. Ahorita trae un pedacito de pollo y si no trajo, pues se va en una carrera a traer algo. Como yo tengo pollos, no compramos huevos, los juntamos en dos días; ya encuentro seis huevos, ya encuentro diez huevos. Cuando no alcanza yo también le ayudo”, contesta Concha.
Los principales problemas de todas las comunidades indígenas en México los originan las condiciones precarias en las que viven. Las mujeres son víctimas de la violencia doméstica, los niños no van a la escuela y cuando lo hacen, el rendimiento es bajo por los problemas de nutrición. Los hombres gastan la raya en alcohol. Sin embargo, la resignación, quizá fundada en la ignorancia, los hace seguir vivos. “¿Para qué hago corajes?”, dice Concha, “Yo tengo mi casita, como sea, pero la tengo”.