martes, 24 de agosto de 2010

Encuesta Social Media Places

sábado, 22 de agosto de 2009

Caminante (I)

Letargo

Camina y no pierde de vista las huellas que deja impresas en la tierra. La humedad de la mañana mojó el sendero y en cada impronta destacan las estrías de las suelas de los zapatos. Se pregunta: ¿Quién borrará mi rastro? Un caballo, alguien más o el tiempo.


Hace una parada y se gira por completo para hacer un balance de todo el trayecto recorrido. Pero no se da cuenta: eso no importa; no importa mirar hacia atrás. Sin embargo, no presta atención a lo que falta por caminar. No sabe si el día está clareando o si las nubes impedirán el paso de la luz. Prefiere clavar la mirada en el piso. Lo andado ya no lo puede desandar.

Qué difícil es discernir cuando la mente está aletargada. Las ideas que antes iluminaban, ahora están adormiladas y no sirven ni siquiera de bordón para caminar. Por eso el paso es cada vez más pesado. Busca, jadeando, cualquier lugar para descansar. No hay regreso, ¡cuántas veces ha hundido los pies en el lodo, pensando que está sobre tierra firme! ¡Cuántas veces el sol se ha asomado por el cielo lleno de nubes para esconderse otra vez! Una voz sale del fondo del alma, es débil, no tiene la fortaleza de antes: "Pasará, esto no es para siempre".

Pero el lodo y el cielo nublado y el cansancio y el hambre y el sopor interno siguen ahí: achican los ánimos y oscurecen la voluntad. Es un punto de quiebre para dejarse morir o seguir adelante. Son también las circunstancias ideales para deslumbrarse con luces de bengala que dan esperanza fugaz. ¿De qué sirve emprender un viaje con tanto vigor y empeño si ahora no se puede seguir? Desesperanza. Fatiga. Cansancio. Desilusión. Inconstancia. Tristeza. Vacío. Amargura. Soledad.

miércoles, 19 de agosto de 2009

¿Para qué hago corajes?

-¡Concha!, se oye antes de subir a la lomita donde está la casa. Es una precaución para que la dueña salga y el perro que está ahí no muerda a los visitantes. A pesar de esta prevención se oyen los ladridos. Sale Concha y contesta: -¡Pásele!

Hay una pequeña cuesta antes de llegar a la lomita. La casa está a un lado de la carretera mal asfaltada. Más que casa es un jacal que sólo tiene un árbol seco y tres cuartos construidos sobre la tierra: uno es la cocina –que está hecha sólo de madera – y los otros son las habitaciones. No tienen baño.

Con su español mal estructurado, pero alegre y armonioso, comienza la entrevista en una cocina improvisada, que no tiene más mobiliario que una mesa de madera, un comal sobre un anafre y una estufa de gas. Concha dice su verdadero nombre: “María Alfonsa Aparicio Martínez, ese es completo mi nombre”.

Huele a humo y falta el aire. A pesar de las condiciones precarias de vida está limpio. Los pollos entran y salen piando y el guajolote persigue a todo lo que se mueve. Juan, esposo de Concha, está sentado, artrítico y cabizbajo, en una silla vieja debajo del árbol. Afilia como puede un machete –el que alguna vez usó en el campo– con las manos deformadas por la enfermedad.

Han mejorado las condiciones de la casa, según cuentan. Pero no por ayuda del gobierno, sino por una fundación de la iniciativa privada que lleva algunos años trabajando para mejorar la comunidad: “Le digo la verdá, ese techo nos cambió la señorita Sonia, esa sí nos ayuda. Si viera visto como estaba nuestra casa antes, toda rota. Tenía ese techo de lámina, nada más que todo roto”.

A pesar de haber construido una casita en parte de lo que fue el ejido del padre de Juan, no tienen papeles para comprobarlo. Es un terreno comunitario, según explican, donde la gente gana un espacio de tierra y se da por supuesto que es suya. El gobierno municipal les quitó unos metros y no pueden hacer nada: “¿Sabe cuánto nos chingó de ese terreno? Como tres metros. Porque más o menos entendemos que no tenemos papel escrito”.

Aquí viven todos: Concha, Juan, sus cinco hijos, una nuera y dos nietos. No tienen agua ni teléfono ni baño. Sólo luz eléctrica, por la que pagan poco más de $140 pesos al bimestre. El agua la recolectan cada tres días, por la escasez que hay en la región, y se la compran a la vecina que les cobra $40 pesos al mes. Lavan la ropa “a la hora que llega el agua”. Juan explica porqué no tienen drenaje: “No hay oportunidá para meter el agua, no nos alcanza el dinero”.

En el día comen lo que pueden, así viven: “Haciendo sacrificios, la verdá. Le digo que ahorita va a llegar mi muchacho. Mi hijo es la que me ayuda, mi José Luis, con lo que gana (poco más de $50 pesos a la semana). Más o menos poquito. Nos da para comer. Ahorita trae un pedacito de pollo y si no trajo, pues se va en una carrera a traer algo. Como yo tengo pollos, no compramos huevos, los juntamos en dos días; ya encuentro seis huevos, ya encuentro diez huevos. Cuando no alcanza yo también le ayudo”, contesta Concha.

Los principales problemas de todas las comunidades indígenas en México los originan las condiciones precarias en las que viven. Las mujeres son víctimas de la violencia doméstica, los niños no van a la escuela y cuando lo hacen, el rendimiento es bajo por los problemas de nutrición. Los hombres gastan la raya en alcohol. Sin embargo, la resignación, quizá fundada en la ignorancia, los hace seguir vivos. “¿Para qué hago corajes?”, dice Concha, “Yo tengo mi casita, como sea, pero la tengo”.

jueves, 13 de agosto de 2009

Un extraño juego de póquer

- ¡Mi General! La tregua con los constitucionalistas acaba mañana a las siete de la mañana. También le llegó esta carta del general Obregón.

José Refugio Velasco tomó el sobre de las manos del teniente y lo abrió. Esbozó una sonrisa. De inmediato pidió su caballo, montó y cabalgó en medio de la noche. Ya en líneas enemigas, los soldados -algunos medio heridos y otros cansados- lo miraron con recelo. Con el orgullo en los ojos, hizo caso omiso de la actitud de odio y resentimiento.

La determinación lo llevó a la tienda de campaña de Obregón: enemigo acérrimo en el campo de batalla. Bajó del caballo y un oficial entró de inmediato para avisar que el mismísimo general en jefe del Ejército Federal estaba afuera. Se oyó un grito:

- Mi general Velasco, ¡pásele!, qué gusto hombre...

Entró José Refugio y saludó con un abrazo fuerte y efusivo a Obregón:

- Nos quedan siete horas para darnos otra vez en la madre... pero ahorita mejor saque la baraja, que nos hace falta un buen póquer.

- ¿Un güisquito? ¿Un purito?

Con un ademán, Velasco rechazó la oferta del puro, pero acercó un vaso a la botella que ya había levantado Obregón. Ambos oficiales se sentaron en la mesa de madera improvisada, alcohol en mano. José Refugio sacó de la bolsa del pantalón un paquete de cigarros, Delicados, los que siempre fumó. Después de encender uno, lo retiró de la boca sosteniéndolo con el pulgar y el índice y se quedó mirando el humo que expedía.

Sobre la mesa, la estrategia era diferente: dinero, tabaco, licor, una buena partida, amistad y dejar de lado la matanza. Comenzó el juego: doce de la noche, una, dos, tres, cuatro y cinco de la mañana. La botella de güisqui sobre la mesa, ya vacía, junto con dos ceniceros de barro rebosados de colillas de cigarro y de cenizas de puro.

El general Velasco se paró de la mesa, recogió el dinero ganado y se lo metió en los bolsillos.

-Bueno mi General, ya me voy. Sus muchachos siguen dormidos y si me quedo aquí un rato más me convierto en un buen botín de guerra...

-Gracias por venir Velasco, ya sabe, si las circunstancias fueran otras... pero estuvo buena la partida. Nos vemos al rato en el campo, que gane el mejor.

Se despidieron con un efusivo abrazo. Velasco salió de la tienda de campaña, montó el caballo y se regresó a todo galope a su campamento. Había que dormir aunque sea una hora antes de volver a las armas.

jueves, 6 de agosto de 2009

Tres guitarras y un piano

Oigo cómo las manos rasgan la guitarra. Oigo el sentimiento y lo disfruto. Recuerdo también el instrumento que tengo guardado en un estuche, empolvado, acumulando mis notas, mi voz, mis ensayos. Me vienen a la mente los momentos de alegría, los duetos a voz y guitarra con esa querida amiga, sí venezolana.

Las risas, las segundas voces, el acompañamiento. El empeño y la perseverancia por sacar una simple tonada. Los sueños de tener una gran voz, la aspiración de un requinteo suficiente, poco perfecto. La catársis para sacar la tristeza, el enojo, la melancolía; también la expresión del romanticismo, del enamoramiento real.

La alegría por sacar, a fuerza de práctica, "Ojalá" de Silvio Rodríguez. El dolor de los dedos, las uñas cortas, el perfume de rosas que se libera cuando vuelvo a abrir esa caja. Mis primeras notas, mis primeras clases, mis primeras canciones.

También mi segunda guitarra: no la tercera - esa, la sevillana que resuena con pasión flamenca-, la de mi abuelo, la que en vida me dio: "Toma, cuando me muera es tuya". Cuando se me fue al cielo, me la dejó con la tonada de "Es el toro enamorado de la luna" guardada en el puente, en las llaves, en las cuerdas, en la caja; todavía lo escucho admirando su virtud innata, de oído, esa que también lo hacía sacar en el piano, su piano -ese que ahora está en la sala de la casa-, las canciones de Agustín Lara y en el que me pedía siempre que le tocara "Estrellita" de Manuel M. Ponce, sólo para él, una y otra vez. Todavía me la sé y con los dedos llenos de memoria me dejo llevar sobre las teclas ahora ya desafinadas.

La guitarra y el piano: dos instrumentos de grandes recuerdos, de expresión desde mi niñez y adolescencia. La guitarra: mi profesión frustrada, mi destello defectuoso de arte, de oído. Mi momento de soledad, de reflexión. Mi espacio empolvado, seguro, olvidado.

martes, 4 de agosto de 2009

El presagio de Manolete


Este poema es una herencia de mi abuelo a mi padre y de mi padre a sus hijos. Lo sabemos desde siempre y ha pasado por tradición oral. Seguramente habrá variaciones, pero todos hemos tratado de mantener fielmente cada palabra. Aquí les va. Si alguien lo conoce, por favor dígame. Perdón por la métrica, la verdad soy pésima en eso.

El presagio de Manolete
Anónimo

Aquella tarde en Linares, se fue a los toros la muerte.
Nadie le vio en los tendidos, nadie, se ocultaba entre la gente.
No usó peineta de nacar ni mantillas ni claveles,
no quiso estar en barrera para que nadie la viese.
En un un rincón escondida está en los toros, la muerte.
Cuando salió a la cuadrilla sus ojos cuencas e inhertes
se clavaron sobre los ojos dormidos de Manolete.
Él levantó la cabeza mirándole frente a frente,
ella se ocultó medrosa, ¡no fueran a sorprenderle!
No quería que nadie supiera que ahí estaba la muerte.
Cuando Manolete la ve, se acerca y le brinda un toro, ¡así era él de valiente!
¡Cuántas tardes en la plaza luchó siempre con ella
mirándole cara cara y desafiando a vencerla!
Y ella, al ver su valentía, y creyéndose impotente,
con su carroña en derrota, se ocultaba entre la gente.
Por eso, aquella tarde en Linares, sin mantilla ni claveles,
la tantas veces vencida, se la ganó a Manolete.
¡Ay Córdoba la sultana, pon luto en tus minaretes,
no poner más claveles que por rojos me recuerdan la sangre de Manolete!
¡Bordones de la guitarra no tocar más por martinete, fandanguillo ni tango!
Que está llorando la gente la muerte de un cordobés,muy torero y muy valiente

El nuevo look...

Cambié algunas cosillas en mi blog. Por fis, si pueden y les interesa, ¡échenle ojo y opinen!